Las ascuas se apagaron mojadas por la escharcha caída en un crepúsculo con oros cohibidos y un tímido silbido sonó como una jarcha allí donde Ziryab tañía sus sonidos.
El humo de aquel fuego subió con frenesí a un cielo enladrillado de olvidos y saudades y el orto en glaciación de velo andalusí fraguó en tornos de hielo los barros almohades.
Ardió la llama viva y el alma se apagó, murió el ardor primero, vivió el frío final y todo fue ceniza que el viento se llevó por un lecho sin agua, con humo en su caudal.
Murió la llama lenta tras un largo declive flamígero de un ciclo cismático de imanes: el agua del bautismo que ardía en el aljibe deshizo los espectros de campos de arrayanes.
Los mármoles romanos allá en la judería irguieron una historia de opuestos capiteles, la Venus bajo tierra detuvo la agonía que muere en las colmenas del Cristo de las Mieles.
Las ánforas morunas guardaron el vacío de un tiempo de fragancias que se ha llevado el tiempo, la esencia de un olor que pasa como el río, el ritmo de un incienso que huele a contratiempo.
Y quiso Dios tocar arpegios de vihuelas de cantes que abismaron acústicos excesos, pues todo al fin y al cabo gritaba en las esquelas que había en el ajuar hundido de Tartesos.
Al vértice del cerro de Baal y Astarté rescoldos de un infierno quemaron los conjuros de un pueblo traspasado por clavos de una fe que hincaron en la luz barrocos claroscuros.
Fenicios que vivieron con Dios en las afueras, helenos, turdetanos, los hijos de Cartago, los túneles cubiertos del Patio de Banderas… Así ha pasado todo, como se seca un lago.
La vieja Ispal, Isbilya… y Serva la Barí cantaron con sus crótalos un largo manguindoi con gritos del gitano que alguna vez yo fui y aludes de la nieve que casi siempre soy.
Las tropas de Escipión, el héroe africano, dejaron un mosaico de huellas del imperio: la gloria de Trajano, la póstula de Adriano y el son de la Centuria detrás de su misterio.
La úndecima ciudad -según dijera Ausonio- de todos los dominios de Roma por la Tierra fue un humo pasajero que puso testimonio al sueño de admirar la luz que nos destierra.
Los vándalos se fueron por un puente de Barcas que trajo al Nazareno de aquella orilla a ésta y allá, por San Gonzalo, quedaron los tetrarcas que no supieron nunca que Cristo es nuestra apuesta.
Ya todo terminó: pasó la Reconquista. Un año más la luna por dentro fue menguando. Sevilla se acabó, su muerte ya está lista. El humo le entregó su llave a San Fernando.
Las jíjaras de sol endulzan la alborada. ¿A dónde encontraremos los huesos que perdimos? ¿Irán en carabelas al mar que acaba en nada o habrán llegado a un mundo que guarda lo que fuimos?
Hay árboles impresos en alas de palomas que vuelan en las hojas difuntas de la hoguera y el vuelo llegará, por cúspides y lomas, al sur de la marisma con voz de primavera.
Pasaron por la torre las horas del revés y fuimos humo blanco con sueños de adelanto. La espera fue vapor del algún Pentecostés, un largo caminar al Espíritu Santo.
La lumbre de una chispa se consteló en congerie y quiso ser perpetua, mas fue una lamparilla efímera en palacio, eterna a la intemperie: así es la historia antigua del caos de Sevilla.
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