No están los tiempos para ir por libre ni para reclamar derechos de autodeterminación. Lo ocurrido con el Martes Santo y la procesión del Santo Ángel deja claro que los pulsos a la autoridad se acaban perdiendo y viendo frustrados los sueños por muy argumentados y razonables que puedan parecer. Con el Martes Santo, ocho hermandades quisieron mantener una estructura que había salido de forma excepcional, en las dos acepciones del adjetivo. Tenían razón, pero la perdieron cuando desafiaron a quien tiene el poder de decidir y crearon un forofismo propio del fútbol. De aquel duelo, un muerto: San Esteban, que ha salido claramente perjudicada. No se ha sido sensible por un lado ni por otro con una cofradía que ya el año pasado resultó herida y que no fue capaz de levantar la voz ni de presentar esa alternativa que tenía preparada. Quiso seguir fiel a ese lobby que se había formado y en el que tampoco estaba cómoda. Esas amistades a las que prefirió defender llegaron a filtrar un plan que la hubiera llevado al penúltimo lugar: «O te unes a nosotros, o te vas al final», se deslizó.
Al Consejo no le tembló el pulso, como tampoco le ha temblado a la autoridad eclesiástica, que ha aplicado el 678 (una especie de 155 del Derecho Canónico) para desautorizar la procesión del Cristo de los Desamparados. El clero regular ya no tiene la fuerza de antaño y en el Palacio Arzobispal no gustan los desafíos. Ese canon dice que «los religiosos están sujetos a la potestad de los obispos, a quienes han de seguir con piadosa sumisión y respeto, en aquello que se refiere a la cura de almas, al ejercicio público del culto divino y a otras obras de apostolado». Y se acabó la historia.
A partir de ahora, a lo único que debe apelarse es al ejercicio de la caridad cristiana, de una parte y de otra, sabiendo siempre quién encarna el magisterio. Y aquí, el poder no puede nunca dejar de abrir el corazón a las distintas inquietudes si son loables. Los hermanos mayores del Martes Santo deben ser escuchados y a la comunidad del Santo Ángel no puede tratársele como a cuatro vecinos que quieren montar una cofradía. Lo tiene todo: la excelencia de una imagen que ya quisiera la mayoría con unción y devoción y uno de los templos de mayor vida de la ciudad. No se puede negar que pastoralmente es conveniente. Ahí está la base de la religiosidad popular.
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